martes, 4 de noviembre de 2014

La seguridad nacional en riesgo

Por Jesús Ortega Martínez 
Tenemos un problema enorme de seguridad pública y en el reconocimiento de esto no se puede perder de vista que está sucediendo permanente en nuestro país.

Cuando los hechos criminales en Iguala se quieren situar (por consideraciones políticas o electorales) como un evento aislado de otros que suceden a diario en el país, entonces se comete un grave error que tarde que temprano repercutirá en otros hechos violentos en cualquier otra región. Los asesinatos y desapariciones forzadas en Iguala han generado horror, indignación, rabia (todo plenamente justificable), pero, lamentablemente, este hecho es parte de la violencia cotidiana que se encuentra presente en gran parte de la República.
Cuando el Estado no tiene la capacidad de garantizar los derechos humanos fundamentales como el de la seguridad de las personas en su vida y patrimonio, cuando no puede lograr que sea la ley la que principalmente norme las relaciones en la sociedad, cuando la violencia ilegítima de la delincuencia organizada supera (o pone a su servicio) a la fuerza legítima del Estado, entonces, sin eufemismos, lo que existe es un grave problema de seguridad de la nación.
Tenemos un problema enorme de seguridad pública y en el reconocimiento de esto no se puede perder de vista que está sucediendo permanente en nuestro país. Hay ingobernabilidad, hay vulnerabilidad de la fuerza del Estado mexicano y, de plano, hay ausencia de un Estado de derecho.
Pero más aún, si ponemos atención a los objetivos del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen) y que son los de generar inteligencia estratégica, táctica y operativa que permita preservar la integridad, estabilidad y permanencia del Estado mexicano, dar sustento a la gobernabilidad y fortalecer al Estado de derecho, entonces, desde la propia concepción oficial de lo que es la seguridad nacional, ésta se encuentra en severo riesgo.
Ante esta realidad se pueden adoptar diversos comportamientos, uno de estos es el de reconocer el riesgo en que se encuentra la nación; de señalar, incluso, su gravedad, pero sin aportar nada para remediarla. Estos son los del “acuso, luego existo”.
Otro comportamiento es negar el peligro en que se encuentra la seguridad nacional, soslayarlo, bajo la idea de que lo de Iguala “pasará” como antes “pasó” lo de San Fernando, lo de Morelia o lo de Ciudad Juárez. Los miles de desaparecidos durante éste y los anteriores sexenios. Éstos son los del “Si yo no lo veo, es que no existe”.
Y luego existen los que saben perfectamente que la seguridad nacional se encuentra en riesgo, pero lo que quieren es agravarla, agudizarla, profundizarla, pues parten de la idea de que la inseguridad pública y la inseguridad de la nación “crean condiciones revolucionarias, insurreccionales” para tomar el poder. Éstos son los de “cuanto peor, mejor”, o dicho de otra manera: “Destruyo, luego existo”.
Contra estos comportamientos debe actuar la izquierda democrática perredista y debemos hacerlo ya, asumiendo —no autoflagelándonos— la parte de responsabilidad política que tenemos en el caso de Iguala y la que debemos enfrentar —como fuerza política— en el asunto de la crisis del Estado y del riesgo de la seguridad nacional.
La manera posible de resolver estos grandes problemas del país es impulsando un acuerdo nacional (Estado y sociedad) para atacar a fondo las cinco causas principales de esta problemática, es decir: la metástasis de la corrupción, la opacidad en el conjunto de las acciones de la administración pública, la inoperancia del sistema de procuración e impartición de justicia, la degradación (pudrición) de la fuerza legítima del Estado y la estrategia prohibicionista (impuesta por el gobierno estadunidense) en el asunto del narcotráfico.

jueves, 30 de octubre de 2014

¡Hay algo podrido en México!


Por Jesús Ortega Martínez
 
 
Nuestro país huele a sangre y este hedor se hace ya insoportable para la mayoría de las personas, aunque no para todas...

Shakespeare ponía en voz de Hamlet la siguiente expresión: “There is something rotten in Denmark” —“Hay algo podrido en Dinamarca”—.
A esta célebre expresión del dramaturgo inglés, al paso de los años se le han dado diversas traducciones, pero casi todas tienen la misma connotación: Algo apesta en Dinamarca, para referirse a que las cosas están muy mal, apestan, hieden.
Ante la situación que actualmente se vive en México bien podríamos decir: “There is something rotten in Mexico”, pues nuestro país huele a sangre y este hedor se hace ya insoportable para la mayoría de las personas, aunque lamentablemente no para todas.
Para algunos —los menos—, aun sintiendo el terrible olor de la sangre, prefieren ignorarlo; les barrena el interior de sus narices y sin embargo buscan —¿pueden?— fingir indiferencia. Oler la sangre que se coagula en la tierra de las fosas clandestinas o el de aquella que corre por las calles de las ciudades, les interrumpe en su confort hasta que... no sea la suya, la propia, la que despida el penetrante olor.
Otros huelen la sangre pero extrañamente no les huele a sangre, les huele a tinta y en realidad no les desagrada —o  en todo caso la soportan—, pues les sirve para escribir la nota que por la noche leerán desde el teleprompter en su noticiero. Esta es su rutina diaria, salvo que “de arriba o desde más arriba” les ordenen cambiar el color de la nota. Así sucedió, por ejemplo, con el caso de Tlatlaya o en Ecatepec —¿alguien sabe qué ha sucedido con los fusilados de la bodega o con el feminicidio oculto en la “modalidad” de fosa acuática?—.
Pero también existen los que oliendo la sangre se excitan como murciélagos y la buscan para nutrirse política y electoralmente. Son los que comparten la teoría de “cuanto más peor, mejor” y AMLO es uno de sus entusiastas seguidores. Esto es: entre más ingobernabilidad, entre mayor inseguridad, entre mayor encono social, entre más violencia, entre más incapacidad del Estado para contenerla, entre mayor debilidad de las instituciones para aplicar la ley, entonces… mejor para ellos, pues suponen —desde esta delirante concepción— que empeorando más y más la situación del país se crearán las condiciones políticas y sociales más adecuadas para que ellos “aparezcan” —literalmente— como los “salvadores de la patria”.
Esta teoría política que alguna vez fue entendida entre la izquierda como “eficaz estrategia revolucionaria”, resulta, especialmente ahora, francamente deleznable, perversa, miserable, pues para obtener rédito político se utiliza el sufrimiento de las víctimas, la indignación de la sociedad por lo sucedido en Iguala y el rencor social acumulado durante años. Esta “estrategia” de muchos políticos y de no pocos grandes empresarios, de prevalecer intereses particulares por sobre los del país y los de la gente, responde en parte, a la pregunta acerca de ¿qué es lo que se está pudriendo en México?
Esto es cierto, pero no es toda la verdad. La otra parte y más importante aún, es que el viejo Estado mexicano, ése en donde la ley se acata pero no se cumple, en donde la ley se escribe pero no se aplica, el de los poderes fácticos sobre los constitucionales, el de la opacidad en lo público, el de la corrupción como sinónimo de negocio, el de la impunidad que alienta la violencia, ese Estado tiene tiempo pudriéndose, está y huele mal,  hiede, pero nos resistimos a cambiarlo.
PD: Sé que el PRD cometió un grave error al postular a Abarca como candidato y de ello estamos acusando severos daños. Ni modo, los errores y más en la política, se pagan caros y, sobre todo, se cobran implacablemente.
Twitter: @jesusortegam

martes, 21 de octubre de 2014

La “salida política” o el Estado de derecho: he ahí el dilema

Por Jesús Ortega Martínez

En la plenitud del régimen priista, el de “la dictadura perfecta” como la identificó magistralmente Mario Vargas Llosa, “la ingobernabilidad” en una entidad era entendida como expresión de inestabilidad política para el régimen y que ponía en riesgo su hegemonía autoritaria, siempre al margen de la Constitución y las leyes.
En el sistema autoritario la llamada “ingobernabilidad” se “resolvía” con una decisión del solitario del Palacio, es decir, del Presidente de la República, la misma que trasmitía al secretario de Gobernación para que éste a su vez ordenara al Senado la destitución de manera implacable, de un gobernador y ello, mediante la manida fórmula de “la desaparición de poderes”. 
El secretario de Gobernación, para ejecutar la instrucción de “desaparecer poderes”, tenía que crear en el conjunto de la sociedad la percepción de “ingobernabilidad” y para ello contaba con un instrumento cuasi indispensable, esto es: con los medios de comunicación que, prestos —eran soldados del PRI, con raras excepciones—, difundían los boletines redactados en alguna oficina de Bucareli.
Desde luego que quien sabía cuándo había “ingobernabilidad” en una entidad federativa o en un municipio o en un sindicato —obrero o patronal—, en una organización social, en una universidad o en cualquier entidad, en cualquier parte del país, era sólo y exclusivamente el Presidente —no se olvide que éste era omnisciente, omnipresente y omnipotente—.
Por cierto, aunque la Constitución le da al Senado la facultad de declarar acerca de si se encuentran desaparecidos los poderes en una entidad, contrariando a la Carta Magna el Presidente de la República y el Senado no declaraban la posible inexistencia de los poderes, sino que éstos, sin investigación o indagación alguna, los desaparecían.
Así era en el sistema autoritario priista y, aunque parecía que eso ya no existía en nuestro país, algunos nostálgicos de ese presidencialismo omnímodo, algunos nostálgicos de las “salidas políticas”, pretenden restaurarlo, ya sea con “ciertas modalidades”, pero con la misma esencia autoritaria.
En el caso de Guerrero y como consecuencia de los trágicos hechos en Iguala, no pocos medios de comunicación, algunos dirigentes del PRI y del PAN regresan al pasado para “cortar cabezas” —en este caso la expresión es “política” y no literal, aunque el propósito sea el mismo: eliminar a enemigos o contrincantes— para con ello satisfacer sus objetivos que pueden situarse en una amplia gama, y que van desde la búsqueda de ganancia electoral, de venganza política, de acrecentar rencores sociales, de desprenderse de responsabilidades propias y algunos, con sentimientos religiosos, de expiar culpas.
Este comportamiento, aparte de los grados de miseria que conlleva, es claramente inútil para resolver el problema de la violencia generalizada en el país, completamente estéril para terminar con la inseguridad pública; es rotundamente vano para terminar con el narcotráfico y es evidentemente ineficaz para castigar a los responsables de las muertes y de las desapariciones en Iguala.
En sentido diametralmente diferente lo que debería hacerse es, sin contemplaciones de ninguna naturaleza, aplicar el Estado de derecho.
Si de las investigaciones se desprende que Ángel Aguirre es responsable directo, corresponsable por omisión o por acción, entonces debe aplicarse la ley y sujetarlo a las sanciones penales o administrativas correspondientes. Si lo son funcionarios de la administración local, si lo es el presidente municipal, si lo son mandos militares en la región, si lo son autoridades de la PGR, incluyendo una posible omisión de Jesús Murillo Karam; si lo son, como es evidente, las bandas de narcotraficantes y sus sicarios, entonces reitero, para avanzar hacia tener un Estado de derecho debe aplicarse la ley y no “la salida política” con el espectáculo incluido de “cortarle la cabeza a alguien, al que sea, para que, finalmente, todo siga igual”.
¿Cuántos altos funcionarios “renunciaron” por lo de Acteal y Aguas Blancas y cuántos de éstos fueron procesados?
Esta fue característica del régimen priista y sería ahora la “fuga perfecta” para que el Estado mexicano continúe en su deterioro y los poderes fácticos —los de la delincuencia organizada y otros— sigan imponiendo a la sociedad la violencia, el crimen y el terror.
 Twitter: @jesusortegam
Texto Original: http://bit.ly/124Pflr

martes, 14 de octubre de 2014

Remover el gobernador ¿y luego?

Remover el gobernador ¿y luego?
Por Jesús Ortega Martínez 

A lo largo de la historia de México se han experimentado acontecimientos que han transformado desde las raíces más profundas su noción de existencia como nación.
Hay acontecimientos que les suceden a las personas, a las sociedades y a las naciones que les cambian sustantivamente la percepción de su vida, la noción de su existencia. El nazismo, por ejemplo, es y sigue siendo un acontecimiento político y social que —aun habiendo pasado tantos años desde su aparición— transformó radicalmente a toda una nación y también, en parte significativa, al resto del mundo.
Así, a lo largo de la historia de México se han experimentado acontecimientos que han transformado desde las raíces más profundas su noción de existencia como nación. Han sido muchos de estos acontecimientos, pero ahora me referiré al más actual y de tanta trascendencia como lo han sido otros. Éste, es el de la espantosa violencia vinculada al narcotráfico y a otras formas de crimen organizado. Una de sus consecuencias son las decenas de miles de pérdidas de vidas humanas y de centenas de miles de víctimas. En realidad, tod@s los mexicanos somos de alguna forma víctimas.
Este acontecimiento no puede ser entendido o tratado —porque éstas son también formas inconscientes o conscientes de indiferencia— como la “nota” para una o dos semanas en los diarios y los noticiarios de la televisión o como motivo para que se descarguen los resentimientos sociales, perfectamente explicables y durante tanto tiempo acumulados en el conjunto de la sociedad, tal y como sucedió con los migrantes centroamericanos asesinados en San Fernando o con los fusilados en Tlatlaya —¿dónde se encuentra escondida esta nota?— o con los muertos de la Marquesa, con el feminicidio en Ciudad Juárez, los colgados —literalmente— en Veracruz, los cuerpos descabezados en Acapulco, los masacrados en Sinaloa, en Zacatecas y en prácticamente todo el país.
La tragedia de Iguala es parte de ese acontecimiento que se encuentra cimbrando a nuestro país y está propiciando sentimientos generalizados de pavor, indefensión e indignación entre el conjunto de la población, y es cierto que la indignación se acrecienta cuando estos crímenes quedan impunes por causa de la complicidad o irresponsabilidad de las autoridades. Lamentablemente la impunidad ha prevalecido en la mayoría de los crímenes antes mencionados y, desde luego, en el caso de Iguala,  en razón de la ley y la justicia y por razón de Estado, no debería permitirse que tal impunidad de nueva cuenta sea la constante.
Es obvio que debe aplicarse la ley y que debe hacerse justicia, pero, ¿por qué la razón de Estado?
Con esta reflexión no pretendo exculpar a nadie y por ello lo digo con toda claridad: si el gobernador de Guerrero es por cualquier causa responsable en los hechos de Iguala, entonces no sólo debería dejar el cargo sino también ser sujeto de la aplicación de la ley y lo mismo debería hacerse con cualquier otro funcionario público de cualquier nivel de gobierno, sea federal, estatal o municipal.
Pero digo que hay una razón de Estado porque la causa principal de este acontecimiento de violencia que recorre  México se encuentra en la crisis estructural del Estado que vive en nuestra nación.
No debe haber impunidad en Iguala, pero si no se resuelve la crisis profunda de las instituciones del Estado mexicano encargadas de la aplicación de la ley, de la procuración de justicia, de la seguridad ciudadana; si no se supera de su debilidad crónica, si no es el Estado el único que pueda utilizar legal y legítimamente la fuerza, entonces Aguirre dejará el cargo de gobernador, pero Iguala será otro eslabón de la cadena que asfixia lentamente a la nación toda,  y será —doblemente trágico— sólo otra nota más en los diarios y noticiarios televisivos y otro motivo, el más ruin de todos, para ejercer la venganza política, para hacer crecer protagonismos individuales o para obtener, con la vileza de usureros políticos, la ganancia electoral.
Twitter:@jesusortegam

miércoles, 8 de octubre de 2014

"¿QUÉ ORIGINÓ EL ODIO?"

Por Marco Rascon 
Por alguna oscura razón o un acuerdo perverso con el Estado, el crimen organizado ha regresado a sus orígenes gubernamentales y es, de nuevo, la vanguardia de la contrainsurgencia militar contra todo aquel que considera su enemigo: migrantes, jóvenes, indígenas, periodistas, opositores, la gente que protesta y los manifestantes que buscan cambiar sus circunstancias de opresión para el bien de su país. ¿Odio ideológico, social, racial? Si en los motivos de los genocidas no existe nada personal —como dirían los clásicos—, ¿cuál es la causa de los criminales?
Si el crimen organizado se organizó en las entrañas de los cuerpos de la contrainsurgencia represiva del viejo régimen inspirados en el anticomunismo y la guerra sucia, su instinto está de regreso, adulto y estructurado en todo el país, para asesinar, torturar, desaparecer y secuestrar. Más presupuestos y nuevas policías solo alimentan a los señores que hoy se han enriquecido con la violencia y del Estado fallido.
Siguiendo la máxima de que “origen es destino”, las mafias se han convertido en el brazo ejecutante de las fuerzas de seguridad, igualando lo que fueron las matanzas paramilitares en Guatemala, Nicaragua, El Salvador, Colombia y la que generó el racismo en Sudáfrica.
La profundidad de esta descomposición establece un trazo que une Tlatelolco 68, 10 de Junio, Aguas Blancas, San Fernando, Tlatlaya e Iguala, donde el paramilitarismo sin rostro hace la función del gendarme con derecho a matar y desaparecer, al servicio de una brutal política migratoria y de contrainsurgencia de Estados Unidos y México, con derecho a usar el terror, contra lo que la economía excluyente y las leyes no pueden frenar.
Hoy la gobernabilidad se sustenta en este acuerdo oscuro y de facto que une a las fuerzas de seguridad con el crimen, haciendo juntos la política de contrainsurgencia que infiltra la política y a los partidos, compra y amenaza legisladores mediante campañas de odio y desprestigio, financia grupos de provocadores y llena de ruido con gritones mansos, para que nada con sentido se escuche.
Si primero destruyeron la economía del campo, luego siguieron regiones enteras y provincias que generaron depresión y migración masiva, hoy preparan el terreno para dividir al país mediante la balcanización de mexicanos, enfrentados unos con otros. ¿Ese es el proyecto de fondo?
En ese pozo de desconcierto, incertidumbre y desasosiego nacional, es inexplicable cómo se puede llegar al asesinato en masa de adolescentes y jóvenes. ¿Cuál es el origen del odio sobre los normalistas de Ayotzinapa? ¿Qué ha permitido que se los llevaran en patrullas pagadas con el erario y hoy estén desaparecidos? ¿Qué escena de terror han de haber vivido estos jóvenes si son los encontrados en las fosas de Iguala?
Los asesinos de los sepultados y masacrados en Iguala funcionaron sobre la base de que su acto sería impune, pues llevaron a los detenidos hasta el pie de la fosa a bordo de una patrulla de la seguridad pública municipal e iniciar uno a uno la danza de la muerte. ¿Qué demente pensó que desaparecer 43 personas de una comunidad regional y estudiantil no tendría consecuencias? ¿Cuál es la razón y el mensaje de los genocidas de esta masacre igual o mayor a otras matanzas históricas, que generaron multitud de procesos sociales, políticos y cambios en México? ¿Cuál es la verdadera cabeza que planeó, organizó y ejecutó este crimen?
No hay nada más difícil que pretender ocultar una noticia de muerte. Hoy el país no huele a modernización, ni a cambios, ni a reformas, ni a democracia, ni a eficiencia: huele a muerte.
La espiral de confusión y violencia difícilmente será detenida porque ni se quiere ni se busca la justicia entre los que la imparten. Se apresará a varios sicarios, sin duda, pero la profunda red que los reclutó y les pagó puede quedar de nuevo impune.
La indignación no basta, la destitución del alcalde no resuelve las omisiones y las responsabilidades, el gran peligro son las puertas de la balcanización vía el terror y la violencia.
La coyuntura de esta masacre fue la insurgencia politécnica; el fallecimiento de Raúl Álvarez Garín, quien dedicó su vida precisamente a combatir la impunidad y aclarar el origen del odio de 1968 en adelante; la conmemoración del 2 de Octubre.
Los politécnicos lograron el NO, pero ahora su responsabilidad histórica es decir hacia dónde SÍ debe ir el IPN. Raúl Álvarez deja como herencia una ruta de lucha contra la impunidad y por la legalidad. De los esfuerzos del 2 de octubre de 1968 hacia acá, la tarea es cómo unificar al país contra los poderes genocidas que buscan dividirnos y acabarnos como nación.

De negro, el México vestido siempre de negro!

Por Jesús Ortega Martínez

Hannah Arendt en su ensayo: Visita en Alemania. Las consecuencias del régimen nazi, escribe que “comprobó una curiosa indiferencia en la población de ese país”. Europa estaba cubierta por una sombra de profundo dolor causada por los campos de concentración y de exterminio alemanes. Pero en ningún otro sitio se silenciaba tanto esta pesadilla de destrucción y espanto como en Alemania. “La indiferencia con la que los alemanes se mueven por entre las ruinas tiene su correspondencia en que nadie llora a los muertos”. La huida de la responsabilidad y la búsqueda de culpas en las potencias de ocupación están muy extendidas. “El alemán medio busca las causas de la última guerra no en las acciones del régimen nazi, sino en las circunstancias que condujeron a la expulsión de Adán y Eva del Paraíso”.

Opiniones tan contundentes como ésta ocasionaron, más que críticas, ataques a la célebre autora de Los orígenes del totalitarismo, por señalar que los crímenes de lesa humanidad que llevó a cabo el régimen nazi pudieron ser posibles, entre otras causas, por la indiferencia con que los observaban amplios sectores de la población alemana.

Cito a Arendt porque ante eventos tan abominables como los de Iguala hay en algunas personas, lo mismo entre ciertos analistas y especialmente entre algunos políticos canallas, el comportamiento de reaccionar con instinto animal, irracional, bárbaro, de “ver colgando del palo mayor” a los que creen que son los culpables, antes que —como dice la propia Arendt— de “llorar a los muertos”.

Este comportamiento atroz, es también una forma de aquella indiferencia que, en las ruinas que dejaba la guerra y el nazismo, sorprendía a la gran escritora alemana.

Las campanas están doblando por las personas asesinadas en Iguala pero sobre todo, están doblando por el país entero. La tragedia sucedida ahora en Iguala enluta a todo el país, pero pareciera que no nos hemos dado cuenta que nuestra patria desde hace lustros, cotidianamente viste de luto, tal y como lo escribió Federico García Lorca:

“De negro va la señora siempre vestida de negro y no es por su marido que hace rato que se ha muerto. Lleva luto por la patria que ella ha ido pariendo, destruyendo con su ira lo que otros erigieron.”

¡De negro, el México vestido siempre de negro!

Hay que reafirmar, desde luego, que la ley debe aplicarse y deben ser castigados los responsables intelectuales y materiales de los asesinatos en Iguala, que debe sancionarse a los funcionarios públicos del municipio de Iguala y del estado de Guerrero como a todos aquellos del ámbito local y federal que por acción u omisión son corresponsables, y ello hacerse al margen de banderías políticas o partidarias. La justicia debe hacerse presente en este terrible acontecimiento, pero no debemos perder de vista el evitar caer en la “banalidad del mal” que localizaba Hannah Arendt; no acostumbrarnos a la trágica cotidianidad de la violencia y menos aun a la fatalidad o indiferencia ante esa violencia cotidiana que sangra al país y que degrada al conjunto de la sociedad.

Lejos estoy de generalizar para dejar de especificar. Lo de Iguala es espantoso, pero junto a la obligada justicia ante los asesinatos en este municipio de Guerrero, el Estado nacional debe encontrar una respuesta a la crisis estructural que padece en materia de seguridad y que amenaza con desmoronarlo, disolverlo. Es Iguala, Tlatlaya, San Fernando, Durango, Jalisco, Quintana Roo, Sinaloa, Michoacán, Sonora, Zacatecas, es todo el país.

La justicia debe ser específica en Iguala, pero la solución a la violencia generalizada que desangra al país debe ser de carácter estructural, debe de ser una respuesta de Estado y encontrarla es responsabilidad de los poderes federales, estatales, municipales y del conjunto de la sociedad.


Twitter:  @jesusortegam

jueves, 18 de septiembre de 2014

Política Teletón

Por Jesús Ortega Martínez

Ciertamente hay que transformar el Estado para fortalecerlo y eso requiere una fuerza social y ciudadana apoyada en un programa político.

Los poderes fácticos han sido identificados por el Pacto por México y por múltiples estudiosos de las teorías del Estado, como determinados actores económicos, políticos o delincuenciales que actúan al margen o incluso en contra del Estado nacional y de sus instituciones.
Michael Coppedge afirma que hay “actores estratégicos en la sociedad política, que son aquellos que tienen suficiente poder para alterar el orden público, impulsar o detener el desarrollo económico o, en general, afectar la marcha de la sociedad, ya sea porque poseen determinantes bienes de producción, o mueven organizaciones de masas, o tienen influencia sobre la maquinaria administrativa del Estado, o manejan las armas, o poseen la capacidad de diseminar con fuerza ideas e informaciones sobre la sociedad”.
Ejemplos de poderes fácticos son, por ejemplo, los monopolios económicos o las mafias delincuenciales existentes en México, ambos, que crecen y se desarrollan, que obtienen extraordinarios ingresos, que se convierten en entes de un enorme poder de control sobre la economía y la política del país, y todo ello lo hacen a pesar de que se encuentran prohibidos por la Constitución General de la República y por ello mismo prohibidos por el Estado nacional.
Estos poderes, obviamente, minan la autoridad y la fuerza del Estado, lo debilitan en ocasiones a niveles extremos hasta poner en riesgo su propia existencia. Hay muchos ejemplos de naciones que cuentan con un Estado formal, pero éste, en la realidad, no ejerce prácticamente facultades y se encuentra sin posibilidad alguna de regulación de la vida social y sin capacidad de aplicación de las leyes.
¿Cómo se termina con la existencia de los poderes fácticos? No hay muchas alternativas, sin embargo, algunos piensan que un camino, que una estrategia viable consistiría en pedirles que, por voluntad propia, dejen de ser monopolios y dejen de ser poderes fácticos. Este es el caso de AMLO, que en días pasados pidió a Emilio Azcárraga (dueño del monopolio de la información y del negocio del futbol profesional) que deje de ser uno de estos poderes fácticos.
Según información difundida por el portal Sin Embargo, el dirigente de Morena pidió a Azcárraga que ayude a los ciudadanos del municipio de Chichihualco en la producción y venta de balones de futbol. “Ojalá pueda hacer algo”, le suplica AMLO a Azcárraga.
Con esa estrategia antimonopólica de AMLO ¿por qué no pedirle a Azcárraga —aprovechando la ocasión— que suelte el control político y económico que tiene sobre el negocio de la información y sobre la industria altamente redituable del futbol profesional? ¿Por qué no pedirle a Azcárraga que deje de ser de la “mafia del poder” y a la cual el propio AMLO ha fustigado de manera permanente?
Pero supongamos que a partir de la petición de AMLO, Azcárraga se invade de un ánimo filantrópico o que “se le ablanda el corazón” o que con algún sentido político accede a la petición de AMLO y “apoya” a los productores de balones de futbol de Chichihualco. ¿Cambia en algo su condición de jefe de un monopolio?
¡En nada absolutamente! Pero ello sólo contribuiría a la realización de un acto misericordioso de AMLO y a una reacción políticamente redituable para el dueño de Televisa.
En la realidad de la vida política los principios de moral religiosa, como el de la misericordia o el “amor al prójimo” no son, en modo alguno, respuestas a la terrible desigualdad social y económica que se vive en el país.
Las soluciones son de carácter diametralmente diferentes y se construyen cuando las fuerzas políticas principales que se asumen como parte del Estado logran acuerdos de carácter estratégico para —recurriendo incluso a la fuerza legítima del propio Estado— imponerse a dichos poderes fácticos con el fin de que estos sean sometidos a las leyes y a la obligada sujeción a las instituciones estatales.
Para disminuir la pobreza, para avanzar hacia la igualdad, para impulsar el empleo, para lograr bienestar general, se requiere, más que de misericordia, de justicia; más que de llamados a la filantropía de los poderosos, de un Estado fuerte que sea capaz de cumplir con la Constitución y con la aplicación de las leyes; más que de peticiones cándidas a los monopolios, se necesita someterlos a la fuerza legal del Estado.
Ciertamente hay que transformar el Estado para fortalecerlo y eso requiere una fuerza social y ciudadana apoyada en un programa político, no en una prédica a la generosidad de los poderosos.
Twitter: @jesusortegam
Artículo Original: http://bit.ly/1p2t9ob